La
isla no era tan pequeña como me esperaba. Si me perdía allí las llevaba claras.
Cobertura cero, además ¿A quién iba a llamar? ¿A Agata? ¿A mi abuela? A mi
abuela la daría un paro cardíaco si supiese donde estoy ahora mismo.
El
sol no pegaba fuerte, al cabo de un rato ya se estaba empezando a nublar, “como
llueva te mato” aseguramos una detrás de otra a Daira.
El
hospital, o el centro de psicópatas o lo que coño fuese en su día estaba
completamente en ruinas. Daira nos iba informando sobre leyendas según íbamos
recorriendo la isla. Parecía la típica guía que te asesoran en un viaje, a la
que la seguían un grupo de guiris, en ese caso yo, detrás de ella. Sólo me
faltaba ser japonesa y tener una réflex colgada al cuello.
La
voz de Daira me sonaba como un sonido remoto, no estaba pendiente, no hacía más
que mirar a Carla, que andaba hablando y riéndose con uno de los tres chicos
nuevos y escuchar las pocas palabras que decía Edgar, el “qué coñazo” se ganó
la medalla de oro.
La
isla tenía su belleza, escondida, pero la tenía, supongo que me identificaba
con ella. A todos les daba miedo conocerme porque otros ya se habían encargado
de juzgarme y esparcir por ahí sus versiones de mí, a la persona que se
atreviese a tocarme le llamarían loco, sin duda, al principio se sentirían
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