Me dirigí al
claro y Cristina estaba donde la dejé. Me escuchó venir ya que hacía ruido cada
vez que pisaba la hierba. Me acerqué a la piedra.
—Me gusta—dijo
refiriéndose a la corona.
Sonreí—¿Nos
vamos?
Se resignó a
decir que sí. Me puse la chaqueta y nos adentramos.
—¿Has
terminado el dibujo?
—Me faltan
algunos detalles.
—Bien,
cuando lleguemos lo podrás terminar. Por cierto, toma—Saqué el dibujo que me
había regalado el otro día del bolso.
—Es tuyo, es
tu regalo.
—Da igual,
me gusta más vivirlo—concluí.
Las dos
estábamos pendiente de todos los detalles que nos brindaba el bosque. Cada vez
que andaba rompía un pedazo de hielo. Al fin vi una charca.
—Espera.
Se quedó observándome. Cogí un palo y quité el hielo de la
charca.
—¿Qué haces?
—Dar sentido a la existencia de los renacuajos. No quiero que
procreen con, ¿Sus hermanos? —la miré con cara de asco. —Tal vez todos sean hermanos.
—A lo mejor estaban adaptados para vivir solo en esa
determinada charca.
—¿Crees que les puede pasar algo? —Me preocupé.
—Sinceramente, sí.
—Bueno, entonces me los quedaré y los llevaré a mi casa, y en
cuanto pueda, los volveré a dejar en su charca. Es como mi condena a volver. —Sonreí.
—Solo son…ranas...bueno, ni eso.
—Seres vivos. —Determiné.
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